Paulina Gómez Correa¡Mi tiempo una eternidad!
Llueve como cuando el cielo se abre en un parto explosivo de rayos, centellas, vientos, remolinos, techos y agua, inundando de improviso, algunos sectores de la Bella Villa.
El agua sale a borbotones por las bocas del alcantarillado, que copado en su capacidad, devuelve al exterior el líquido en hermosas fuentes pantanosas que liberan las tapas del mismo, para que viajen por el agua como planchones redondos dando tumbos, sin timón, capitán ni rumbo, poniendo el peligro a los vehículos que transitan por el lugar.
Llegamos a uno de los puentes monumentales; el taxista merma la velocidad del carro hasta apagarlo, situándonos debajo, hacia la izquierda.
Hasta las pestañas se me enfriaron cuando vi al silencioso conductor buscar algo, con afán y desasosiego, en la cajuela del carro; al fin encontró un envoltorio, cubierto con un pañuelo rojo.
¡Oh Dios mío! Que va a pasar a aquí. Cerré los ojos; no quiero ver ni sentir el metal frío que el conductor pondrá en mi sien. Repaso las pertenencias que tengo en el bolso, que más que contener elementos indispensables, parece un carro de la basura.
Siento que el taxista acciona la manija de la portezuela izquierda; con sigilo bajo el bolso al piso, me rasco una rodilla con tal fuerza que le saqué sangre; con ciego disimulo, tomo cédula y tarjetas de débito y crédito y me las meto a la boca; además de ciega, ahora muda; con un pañuelo de papel; limpio la sangre y la exhibo contra al ventanilla derecha con asustada esperanza de que alguien mire y avise a la policía.
Entreabro los ojos: se está remangando las botas del pantalón. Pienso.
-¡Valiente atracador tan cuidadoso!
Mientras el meticuloso taxista levanta la tapa del motor, extraigo del bolso un anillo ajeno que llevé a la joyería para que lo avaluaran: esmeralda, sin jardines, con 12 diamantes a su alrededor. Su dueña, clienta del negocio de la familia, me encargó esa misión depositando en mí toda su confianza. La hermosa y valiosa joya la escondo debajo de la lengua para que haga compañía a los babiados documentos.
Le pedí a Dios que me ayudara. Que yo estaba haciendo mi parte en este atraco, que Él hiciera la suya.
¡Qué eternidad en el tiempo y el espacio! Casi no podía respirar, la saliva crecía a montones y obviamente no me la podía tragar.
Bajó la tapa del motor, se sentó de nuevo en su lugar. Por primera vez me habló (casi me trago la guaca)
-¡Hay señora, por fin funcionaron estos benditos limpia parabrisas! No podía rodar el carro con este aguacero, y para colmo, el destornillador tampoco es el más indicado.
Cuando llegué a mi destino me felicitaron, porque a pesar de la lluvia tan fuerte había hecho la diligencia sin ningún contratiempo.
Me tomé dos vasos con agua para pasar estas estresantes nauseas inventadas.
Paulina Gómez Correa. (Paciente).
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