Dedicamos las siguientes páginas para destacar este valioso aporte de otro de nuestros asiduos colaboradores, como lo es el licenciado Señor Carlos Upegui, que tan generosamente hace que esta publicación llegue a nuestros lectores. También él hace su aporte a través de la siguiente narración.
El final del nido
Volaron tan alto como pudieron para contemplar por última vez la ciudad. Las embargaba un doble sentimiento. De un lado, sentían una sensación de libertad al saber que podían volar tan alto, tal vez hasta donde ningún hombre puede llegar sin la ayuda de los ruidosos aviones; de otro, tristeza de ver cómo se estaban acabando los espacios apropiados para vivir.
Desde el sur, como una gran serpiente, herida por las fábricas y por las casas, el río surcaba la ciudad y ya no era más un lugar habitable, ni siquiera para las más diminutas y resistentes especies. Era una locura intentar acercarse a beber un sus aguas como hacían sus antepasados.
Ya no podían esperar más. Debían tomar una decisión o acabarían muertas de asfixia. No podían seguir viviendo en Medellín. Los frondosos árboles que les brindaban la posibilidad de un hogar, estaban siendo talados para darle paso al “desarrollo”. Las tranquilas zonas verdes, poco a poco se convertían en moles de cemento. La ciudad estaba cada vez más caliente y no tenían cómo protegerse de los rayos del rechinante sol. La algarabía de los pájaros era reemplazada por el bullicio de los miles de vehículos que de forma inmisericorde contaminaban con el humo de sus motores.
Su plumaje no era vistoso. No cantaban ni emitían ningún sonido que llamara la atención. De no ser por su apacible presencia en los jardines, pasarían inadvertidas ante los ojos de los habitantes de la ciudad, ávidos de consumo y apurados por sus múltiples ocupaciones. Nunca pretendieron llamar la atención mas allá del movimiento que implica cubrir las necesidades básicas de un ave humilde y pacífica, que solo quiere tener un hogar digno y un futuro seguro para sus hijos.
Sólo tenían la capacidad de entender las conversaciones de las personas, pero de poco servía ya que escuchaban muy pocas cosas interesantes o de la incumbencia sólo de los seres humanos. Mantenían en secreto esa extraordinaria capacidad de entendimiento, ya que si los humanos se percataban de su poder, serían confinadas a vivir como esclavas en los balcones de las casas. Que seres tan extraños -comentaban- que gustos tan raros, que caprichosos, que violentos.
Con dolor habían aprendido que hay dos depredadores implacables rondando en los jardines de las casas. Por cuenta de los seres humanos y los gatos había orfandad y miseria en muchos de sus nidos. Por fortuna no pertenecían a las llamadas especies exóticas como el turpial, el sinsonte o la mirla porque correrían la suerte de quedar confinadas en jaulas hasta la muerte.
Debían actuar rápido. Advirtieron que las demás aves habían dado señales de percibir el peligro que venía. Los pocos canarios que osaban acercarse a las casas trinaban de manera diferente y se notaba una tonalidad más triste que de costumbre en su cantar. Ya se veían menos loros y guacamayas saliendo a su paseo matutino por la ciudad, y se notaba que ya no se sentían orgullosos de haber sido declarados un día como visitantes ilustres. Los pájaros carpinteros habían perdido la costumbre de trepanar los pocos árboles que quedaban. Los azulejos describían extrañas volteretas al volar, tal vez en señal de que algo andaba mal. Hacía varios días no se veía ningún colibrí chupando las flores. ¡Y es que ya ni flores había en los jardines! Por supuesto, la ciudad se estaba quedando sin pájaros. Sólo las humildes tórtolas habían esperado hasta el final para convencerse de que ya era imposible vivir más allí.
Habían oído hablar de los problemas de la ciudad cuando se acercaban con sigilo a las casas y escuchaban a las personas. Hablaban de problemas que no las afectaban directamente a ellas, pero nadie mencionaba nada sobre los extraños comportamientos de las aves.
Fueron llegando más y más tórtolas a cubrir el cielo de la ciudad hasta que fue imposible ignorar su presencia.
-¡Miren! Una bandada de tórtolas. Que raro. Las tórtolas nunca vuelan en bandadas -comentaban los habitantes al verlas- y hacían conjeturas pensando que algo muy extraño estaba pasando.
Todas las tórtolas de la ciudad se fueron uniendo hasta formar una enorme bandada que se dirigía hacia el oriente. Cruzaron la montaña y desde entonces no se ha vuelto a saber de ellas.
Nadie sabe que se hicieron. Unos dicen que se convirtieron en aves migratorias, con vistosos plumajes y hermoso trinar. Otros, que se quedaron a vivir para siempre en una región remota, tal vez más hospitalaria y propicia, donde no tuvieran que escuchar el ruido de los carros, el traqueteo de las metralletas, ni las conversaciones de las personas.
Desde entonces, por culpa de la insensatez de los hombres y la felina perversidad de los gatos, ya en Medellín no hay tórtolas que nos inspiren la paz y la tranquilidad que tanto anhelamos.
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